Desde mi terraza

Aquí estoy, en mi pequeña terraza. En mi pequeña cueva desde la que escribo y desde la veo la porción de cielo que me corresponde quién sabe si por algo. Echando un vistazo a los diarios por el portátil plácidamente sentado me estremezco cuando leo la noticia de Logroño. Me da por mirar a las rejas que separan la calle de la tercera planta en la que me encuentro y de verdad que dan ganas de estremecerse. Hay cuatro muertos, nueve heridos y muchos afectados. Los muertos muertos están, y por supuesto hay que lamentarlo. Pero quedan familias del edificio que hoy han recibido noticias de arriba que dicen que el jueves, en dos días, se volatilizarán todos sus recuerdos, todos sus bienes, todas sus fotos, y en definitiva todas sus vidas. Me viene a la cabeza adjetivarlo como ruinoso, pero seguro que se queda corto. Me vuelvo a mirar. Estoy descalzo pisando losas de un suelo firme, horizontal y seguro que alguien se encargó de hacer con el esfuerzo de sus manos, de su trabajo; con el sudor de su frente. Cuando veía con mis padres la noticia en la televisión al mediodía, observé sus caras de auténtica estupefacción. Como si fuera con ellos. La empatía recorrió sus cuerpos hasta los pies. Me dio qué pensar cuando adultos noveles como los venteañeros a los que pertenezco, nos frustramos por problemas que nos surgen en el camino, haciendo de ellos verdaderos Himalayas. La veteranía es un grado, desde luego. Más de uno deberíamos aprender de la valentía con la que nuestros progenitores afrontan una vida curtida en mil batallas. No sé lo que será de esas pobres familias pero de lo que estoy completamente tranquilo es de que tienen la capacidad y la fuerza de seguir sobreviviendo, pese al gas que pese. Mi crueldad humana me recuerda que sigo en mi terraza.